Ésta vez no recuerdo en qué fecha fue. Era un día soleado, y me encontraba con mi familia en lo que en esa época era el Hotel Gaviotas Fly Inn, en La Tebaida, Quindío. Tampoco recuerdo porqué, pero estaban con nosotros algunos amigos de la familia. Entre ellos se encontraba Roberto Caldas, aviador, director de la Revista Aviación y viejo amigo de mi padre. Los señores estaban en la pista del Hotel volando aeromodelos. Mi madre, mi hermana y yo estábamos en la piscina, jugando, tomando limonada y conversando. Ése era el plan de todos los domingos. Hacía unos 15 minutos yo estaba por fuera del agua, comiendo papas a la francesa, cuando llegó ‘Robert’, como le decimos de cariño. Me dijo –Manu, estás ocupada? Te da pereza acompañarme al aeropuerto un instante?-. Los aeropuertos son uno de los sitios donde más cómoda me siento, por lo que no dudé en lo que debía responder. Yo me reí, y le dije que con mucho gusto lo haría si me daba 10 minutos para bañarme y ponerme ropa deportiva, pues no me sentiría bien saliendo del hotel oliendo a cloro y con el cabello un poco desordenado. Robert se negó, diciéndome apresuradamente que debía salir rápido, que no importaba que me fuera así pues no nos demoraríamos y regresaríamos pronto al hotel. No dio más explicaciones. No tuve más salida que ponerme una falda en forma de improvisada salida de baño, dejar el orgullo de mujer al salir siempre arreglada y subirme descalza a un taxi que nos llevaría al Aeropuerto El Edén, ubicado a unos 7 ó 10 minutos del hotel.
Yo le creí y cuando llegamos no me bajé del taxi, a lo que Robert reaccionó y me dijo –Vamos Manu! No te vas a quedar ahí, o si? – Lo miré con cara de asombro e instintivamente me bajé. Ahí estaba yo parada, en toda la entrada del aeropuerto, sin zapatos, con una falda, el top del vestido de baño, el cabello enredado y oliendo a cloro. “Lo voy a ahorcar!”-pensé, pero ya no había nada por hacer. Por ahora debía aguantarme la mirada de los maleteros, pasajeros, acompañantes taxistas y conductores que pasaban por el lugar.
Entramos al edificio y Robert caminaba rápidamente, por lo que me tocó seguirle el paso. Subimos unas escaleras y yo no entendía cuál era el motivo de su afán. Se acercó a una puerta que decía “Plan de vuelo”. Yo me quedé afuera, y cuando salió ya no estaba tan estresado. Sólo llevaba unos papeles en la mano. De pronto lo entendí. Volaríamos. No sé a dónde, pero lo haríamos. Bajamos las escaleras y entramos a la sala de abordaje, que se encontraba llena de pasajeros pues había un vuelo de Avianca pendiente por salir. Para mi fortuna la atravesamos rápidamente, de tal manera que no mucha gente nos vio pasar, y salimos a la plataforma. Allí estaba aparcado el avión de Robert. Era un Urraco Magic GS 700 rojo con blanco y azul, muy lindo! Yo estaba realmente incómoda, pues el pavimento estaba muy caliente y yo no tenía zapatos puestos. Robert lo notó y abrió el avión para que yo me sentara. De inmediato nos dio un ataque de risa incontenible! Tenía mezclados sentimientos de malgenio, vergüenza, emoción, nervios, incertidumbre y sorpresa. Tal vez a las autoridades aeroportuarias la situación les pareció algo sospechosa, y enviaron policías a revisar. Eran como cuatro! Miraban extrañados, buscando explicación a lo que veían. Nos requisaron y preguntaron muchas más cosas de las que normalmente preguntan, entre ellas el destino y motivo del vuelo. Ahí fue cuando me enteré de lo que me esperaba. Casi me da un paro cardíaco. Resulta que no sé porqué pero debíamos volar a Pereira para tanquear el avión, ya que ese mismo día Robert regresaba a Bogotá y en Armenia no lo podía hacer. Y yo sería la “afortunada” acompañante.
Terminaron la requisa y la revisión pre-vuelo, por lo que nos dispusimos a despegar. Robert llevó el avión hasta el final de la pista para enfrentarla. Me miró con una expresión de ‘Estás lista?’ y yo asentí con la cabeza. Por instinto, como si fuera en una moto, me sostuve la pequeña y sedosa falda que cubría mis piernas. Me sentía desnuda! Salimos e inmediatamente empecé a sentir mucho frio. Sobrevolamos la zona por unos minutos y Robert alineó el avión con la pista del Hotel. En esa época la pista estaba cerrada, ya que se logró comprobar que había sido utilizada por el narcotráfico y era totalmente prohibido el aterrizaje de aeronaves tripuladas. Sólo permitían su uso para aeromodelismo o piques de cuarto de milla. Por este motivo había unos conos atravesados en ella y solo habilitaban una parte para los pequeños aviones. Solo en forma de broma, procedimos a hacer un rasante muy bajo, y de repente los porteros del hotel corrieron a quitar los conos! Pensaron que aterrizaríamos ahí! Fue muy gracioso verlos desde el aire con cara de preocupación y afán para evitar una tragedia!
Al final de la pista hay un árbol gigante. El avión avanzaba y el árbol se acercaba. Yo estaba entretenida viendo a mi padre saludarme desde el volco de la camioneta que se convertía en su taller móvil cada domingo. De repente Robert, a último momento, haló fuertemente la cabrilla del ultraliviano al tiempo en que me miraba de reojo para notar mi reacción. Nos miramos y nos reímos efusivamente. Él no sabía sobre mis andanzas en parapente y lo entrenado que tengo a mi cuerpo para sentir esa clase de vacíos.
Después de un ligero sobrevuelo por el hotel, tomamos rumbo hacia Pereira. Íbamos conversando tranquilamente, disfrutando del verde y fértil paisaje del departamento del Quindío. Cruzamos por encima de La Tebaida y Montenegro, cerca al Parque Nacional del Café. Al lado izquierdo vimos un municipio llamado Quimbaya, famoso por las fiestas del alumbrado (o día de la Virgen María, para los católicos) del 8 de diciembre, logrando el Record Guinness a la mayor cantidad de faroles encendidos. Más adelante tuvimos a Armenia a la derecha, y detrás de ella Calarcá y su mariposario. Unos minutos más tarde encontramos a Salento y el Valle del Cocora sobre la misma cordillera, para luego, al lado de Robert, tener a Circasia, tradicional por las almojábanas, algo así como un esponjoso pan de queso. Siguió Filandia, un típico pueblito cafetero. Hasta ahí llega el Quindío.
El vuelo continuó sobre praderas, bosques, cultivos y pequeñas colinas, hasta tener a la vista Pereira. Después de comunicarse con los controladores, Robert hizo el patrón de aproximación y aterrizamos. Mientras carreteábamos recuerdo haber visto en la plataforma un hermoso A320 de Avianca. –Es mi avión favorito!- le comenté emocionada a mi ‘capitán’, mientras me sonreía. Se me olvidó la forma en que estaba vestida, estaba feliz! Llegamos a la zona de tanqueo y había también estacionado un Beechcraft 90, espectacular, imponente, elegante, sofisticado. Me sentía idiotizada por tener esta clase de aeronaves al lado mío. En Armenia no es frecuente verlas, mucho menos tan de cerca. Robert se bajó del pequeño Magic y rogué para que yo no tuviera que hacerlo. Me moría de la vergüenza. No quería volver a pasar por lo que me había tocado en Armenia. Lógicamente me tocó hacerlo. Los reglamentos no permiten tanquear el avión con pasajeros en su interior. Nos informaron que tardaría un poco el procedimiento, por lo que a Robert se le ocurrió la ‘genial’ idea de ir al edificio a tomarnos algo. Yo lo dudé, pero antes de poder decir algo Robert ya estaba yendo hacia la terminal aérea. Caminamos unos 150 metros hasta poder librarme del asfalto caliente, para entrar a los locales comerciales. De nuevo me sentí centro de atención. No es frecuente ver a alguien con atuendo de piscina en un aeropuerto. En el primer local que encontramos, para no voltear mucho, Robert pidió una combinación colombianísima –un tinto y un cigarrillo, por favor- y yo pedí un jugo de mora, pues estaba haciendo calor y quería refrescarme.
Era hora de regresar. Nos devolvimos por las mismas escaleras por las que entramos al aeropuerto pero un guardia de seguridad nos detuvo. Parece que era una zona restringida y no se permitía la circulación de particulares. Le explicamos que por allí habíamos ingresado pero no aprobó la salida, ni siquiera viendo mi situación. El tipo era muy antipático. La única opción para volver al avión era salir totalmente del edificio del aeropuerto, caminar por la ‘avenida’ y entrar por el edificio de aviación privada. Definitivamente, no era mi día… Hasta el momento, o por lo menos eso pensaba yo.
Después de unos infernales minutos de caminata descalza llegamos y por el otro edificio nos permitieron entrar sin problemas. El avión estaba listo. Nos alistamos para despegar. Audífonos, cinturones y puertas cerradas. Al fin descansaron mis pies del piso caliente. Ésta vez me acomodé mejor en el avión, ya sentía más confianza en mi atuendo y pude sentarme con los pies cruzados, como un ‘Buda’. Siempre he pensado que es una posición muy cómoda. Me encantaba escuchar la forma de comunicarse con la Torre de Control. Después de estar un rato en espera, Robert puso potencia y el avioncito rojo suavemente se levantó del suelo hasta que nos tenía en el aire. Tomamos la misma ruta por la que veníamos. Con una leve diferencia: Robert me prometió que sería especial para mí. Apenas estabilizó el vuelo, me explicó sus planes. Dejaría que yo tomara los controles. Era la primera vez que seria consciente de lo que haría. Cuando estaba pequeña, de unos 8 o 9 años ya lo había hecho, pero para mí había sido como estar en un videojuego. Además en esa ocasión tenía a mi papá al lado. Miré a Robert con ojos de incredulidad pero de emoción al mismo tiempo. Sé que para muchos que lean esto es algo trivial, rutinario, cotidiano, habitual. Pero en lo que a mí respecta alimentó inmensamente mi sueño de ser piloto y ‘volar toda la vida’… Ahora soy 75% ingeniera. Después de una sencilla explicación tomé firmemente los controles y pude sentir los efectos de mis movimientos en el avión. Un gesto de mi ‘pasajero’ me dio la aprobación para hacer un viraje leve hacia la derecha, lo que nos hizo desviarnos del rumbo inicial. Luego a la izquierda. Y otra vez a la derecha. No podía creer que yo estaba dirigiendo el avión hacia donde yo quisiera. Robert me recordó estar pendiente de la altura y me recomendó no salirme de cierta área. Antes de esto sentía frio por la poca ropa que tenía, pero la adrenalina me invadía y el frio desapareció. De tantas vueltas perdí el sentido de orientación y ya no sabía hacia donde estaba Armenia. Intenté ubicarme con la ayuda de la cordillera pero mi mente estaba a mil por hora y me atolondré. –Bueno, se te acabó el jueguito- dijo mi piloto.
Volvimos a la seriedad del vuelo pero en mi cabeza seguían rondando esos minutos en que me sentí la mujer más realizada del planeta. Recordaba segundo a segundo lo que había escuchado, hecho, visto, aprendido, sentido, como si fuera una película en vivo que acababa de ver. Se me olvidaron las ampollas en los pies y el papel de reina desfilando. Olvidé también los colores que se me subieron a la cara, las ganas de esconderme y la mirada de sorpresa de tanta gente. Seguramente pensarían, ‘esta niña está loca, se le perdió la playa?’, algo así pienso yo cuando veo a alguien con gafas oscuras en un día nublado. Es un poco salido de contexto.
De repente Robert soltó una gran carcajada y yo no entendía que pasaba. Él es un poco loco. Me dijo –Manu, contemos chistes de aviación- y yo me reí. Aunque yo no me sabía ninguno, él si tenía en su mente una cantidad de cosas que nos hicieron, literalmente, llorar de la risa. Se burló de todos, de los pilotos, las azafatas, los instructores, los pasajeros y el personal en tierra. Uno por uno los cogió de tema. Es agradable saber que estamos rodeados de personas con buen humor, que sin ánimo de ofender a nadie, se aprovecha de los estereotipos y hace de ellos un tema para disfrutar. Lastimosamente ahora no recuerdo ninguno de sus graciosos comentarios.
Pasamos de largo por Armenia y era hora de aproximar en El Edén. Después de la reglamentaria comunicación, nos pusimos serios, alineados con la pista, y tocamos suelo, un aterrizaje ‘mantequilludito’ como dice mi papá cuando aterriza suavemente sus aeromodelos. El avión llegó al lugar de donde partimos, descendimos y los policías de la requisa nos miraron con el mismo gesto de sorpresa que tenían cuando nos vieron salir. Entramos al aeropuerto, cruzamos la sala de abordaje y luego un taxi nos llevó hacia el hotel. Al fin podría ponerme cómoda otra vez. Cuando llegamos, agradecí a Robert con una de mis mejores sonrisas, sin conocer las implicaciones de lo que hace unos momentos me había permitido hacer. Es algo que aún me marca y recuerdo bastante. En el hotel ya no me importaba estar en vestido de baño. No me creía fuera de tono. Después de saludar a mi madre y otras personas que estaban en la mesa, me senté en la piscina, pedí una limonada, y pensé en voz alta –QUE BONITO ES SOBREVOLAR MI PAÍS! VIVA COLOMBIA CARAJO!-
Otra toma del avión, en el Festival Aéreo.
Aproximación en El Edén
Vista aérea del Parque del Café.
Esto fue gentileza de Manu Jaramillo, una piba divina que conocí ayer nomas, a travéz de internet.
Manu, te doy las gracias, me encantó tu historia, la disfruté y me divertí mientras la leía. Además es un placer para mí poder compartir otras experiencias aéreas.
Un abrazo grande.